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  • Foto del escritorLeo Nabel

La Rubia, El Castillo y La Tijera [Historia de Transformación Personal]


Es demasiado temprano para ser domingo y los únicos habitantes de las callejuelas de Rishikesh son las vacas, los perros y los pajaritos. En mi espalda cuelga el guitarlele junto con una mochila cargada de frutas, galletitas, agua y un budín de banana casero. La noche anterior habíamos arreglado para madrugar y aprovechar la mañana en la playa. Hugo y Nico iban a sumarse al plan pero el sacrificio de despertarse a las seis de la mañana fue demasiado grande para ellos. Las chicas en cambio ya tienen puestos los anteojos de sol, los shorts deportivos y las zapatillas de trekking.


La caminata la hacemos a través de un sendero que bordea el río y que desemboca en una hermosa playa de arena blanca a una hora de distancia. Percibo el olor de pachorra mañanera. Durante la semana estamos ocupados con las clases de yoga, filosofía y mantras y no nos da el tiempo para ir y volver. El domingo es nuestro único día libre.


Ni bien llegamos a la playa encontramos un lindo sector al lado de una roca, las chicas estiraron sus pareos y se pusieron en posición de tomar sol y charlar. Yo no quería ni tomar sol ni charlar, dejé mis cosas y me fui para a la orilla. Además de nosotros hay en la playa un indio metiéndose al río en calzoncillo, pero que después de vernos agarro sus cosas y se fue. La moda de usar malla por algún motivo no llegó a India.


Metí los pies en el agua, chequee la profundidad del río, conté hasta tres y me tiré de cabeza con el short puesto (Me da vergüenza tirarme en calzones). El agua está helada y se me escapa un gritito de esos que salen cuando te metes en agua helada. Me quedé unos segundos chapoteando y luego volví a la orilla.


El shock me energizó.


Voy a buscar un puñado de piedras y me pongo a jugar al sapito. Me doy cuenta que elegí las peores piedras porque no logro pasar de los tres saltos. Vuelvo a buscar otro puñado pero esta vez me tomo mi tiempo para elegir las piedras finitas y afiladas. Me paso el rato repitiendo este ciclo de buscar piedras y tirarlas al agua, buscar piedras y tirarlas al agua, buscar piedras y tirarlas al agua. Las chicas siguen acostadas en sus pareos y se las ve bien compenetradas en la charla, creo que están hablando de hombres.


Se me viene a la cabeza la siguiente misión: armar un castillo de arena. Agacho las rodillas y con las manos empiezo a manipular la arena mojada de la orilla formando una torre. Construir un castillo de arena a mis treinta años se siente incorrecto. Reflexiono sobre la idea de acercarme al grupo y socializar. Nah, aburrido. Desestimo la idea y por un rato me dedico de lleno a darle altura al castillo y a preparar un buen sistema de canaletas. Desearía que mi sobrino este conmigo así tendría una buena excusa para no sentirme mal conmigo mismo.


Pasa media hora y escucho que me gritan “Leo, Leo”. Doy media vuelta y veo a las chicas abrazadas con una tremenda cara de susto, y delante de ellas un mono grandote parado encima de una roca comiendo de mis galletitas.


Los monos en India tienen fama de ser violentos, y a su vez yo tengo fama de ser bastante cagón con todo lo relacionado a bichos / animales, pero mi comida es sagrada.


Meterse con mi comida es peor que meterse con mi vieja.


Tomé con mi mano algunas piedras que quedaron del sapito y me puse a correr en dirección al mono moviendo el cuerpo, haciendo ruidos extraños y tirando piedras. Logre el objetivo de asustar al mono, pero creo que un poco también asusté a las chicas. Si alguien viera la escena de afuera pensaría que el el mono es el civilizado y yo soy el salvaje.


Cuando revisé mi mochila descubrí que el macaco se comió las galletitas y me dejó intacto el budín. Que alivio, el budín es lo único que realmente deseaba comer. Esta vez agarré un palo de madera, algunas piedras y se las deje a las chicas como protección por si vuelven a aparecer más monos.


Volví a encarar para la orilla.


No pude volver a concentrarme en el castillo, en vez de eso me puse a dibujar cosas en la arena con una rama de madera que estaba tirada por ahí. Lo primero que me salió escribir fue “Puto el que lee” en tamaño gigante para que se pueda leer mientras la gente camina por la playa de un lado a otro. Si llega a pasar algún hispanohablante se va a reir. Pienso, pienso, pienso y de mi cabeza emerge otra frase todavía menos creativa que la anterior “Covid se la come, Rishi se la da”. Lo dibuje bien grande y me quedo bastante prolijo. Cuando escribo en mi cuaderno mi letra no se entiende nada, pero dibujar en en la arena me sale bárbaro.


Debería llevar un balde con arena a las clases de filosofía yoguica.


Me doy otro chapuzón y esta vez voy a sumarme a la charla con las chicas. A medida que me acerco veo a Katie acostada boca abajo con la bikini desabrochada y el sol golpeándole directo en la espalda. Ella es una inglesa rubia alta en sus veintis de cuerpo esbelto que sonríe poco, habla lento y que hace un gran esfuerzo por mostrar al mundo que es perfecta.


Con Nico y Hugo la tildamos de arrogante porque sentimos que nos mira con aire de superioridad.


Está en India hace unos meses porque vino a aprender yoga. Tiene el pelo bien largo, los ojos celestes y su novio es un corpulento banquero francés que vino a Rishikesh por una semana de vacaciones y se quedó varado dos meses en el mismo hostel que ella.


Hay algo en ella que me atrae pero no es en el plano sexual. Me dan ganas de molestarla. De desarticular su perfección y ver qué hay del otro lado. No puedo resistir mi impulso. Agarro algunas piedras, me agacho y empiezo a colocar una por una sobre su espalda formando una línea desde el cuello hasta el hueso de arriba de la cola.


Mientras hago esto, ella protesta en un inglés con tonada británica que me hace reir. En especial me divierte como pronuncia mi nombre (En vez de decirme Leo, me decia “Liou, Liou, stop, get the fuck out of here!”). Las otras dos chicas miraban la escena con una mezcla de asombro y risa, como si estuvieran en un zoológico observando el comportamiento de un animal desconocido.


Mi plan original era dejar las piedras un rato para que su espalda se quemara con la forma amorfa, pero ella tenía otra idea respecto de la estética de su espalda. No pude aguantar la culpa más dos minutos así que me acerque y se las fui sacando. Ella podría habérselas quitado sola girando hacia un lado, pero su orgullo no se lo permitía. Quería que sea yo quien haga el trabajo de dejar su espalda intacta. Lo hice bien despacio para irritarla mientras iba contando en español cada piedra que iba sacando. "Uuuunooooo, Dooooooooosss, Treeeeeeeees". Cuando saque la ultima piedra a ella se la veía con otro semblante. Un poco creo haberla desacomodado.


Estuvo enojada un rato, pero cuando se le pasó me pidió que en compensación por molestarla me ponga a tocar la guitarra.


Las otras dos chicas se sumaron al pedido. Al principio me hice un poco el difícil, pero después de un rato me puse a tocar (como quien no quiere la cosa). La primer canción que apareció en mi mente fue Wonderwall. Tiré fruta con la letra. Mientras cantaba me di cuenta que eran los mismos acordes que La balada del diablo y la muerte, lamentablemente no había nadie con quién valiera la pena compartir el descubrimiento.


Seguí con Radioactive, Fix you y Hallelujah. Remate con el enganchado de Disney Toy story (You've got a friend in me), Pocahontas (Colors of the wind) y El Rey Leon (Circle of life). Al rato me aburrí y empecé con mi set de reggaeton en español.


Por la noche me confesaron que disfrutaron mas las canciones en español que en inglés.


No me gustaba estar cantando solo, me sentía incómodo haciendo un show mientras ellas tomaban sol. Les pedí que canten conmigo tipo fogata sin fuego, pero no lo logré. “No tengo el don del canto. Me hubiera gustado haber nacido con ese talento pero ahora ya es imposible” me confesó Katie. Las otras asintieron. Me dio pena escuchar eso. No se trata de cantar bien o cantar mal. Es tan simple como que no se puede cantar y estar triste a la vez, pero para ellas el miedo a sentirse juzgadas era más fuerte y preferían dedicarse solamente a escuchar.


La guitarreada término porque el calor era insoportable y en lo único en lo que pensaba era en meterme al rio.


Esta vez las chicas abandonaron sus pareos y vinieron conmigo. Harry, otra de las chicas del grupo, se fue corriendo por delante nuestro, se tiró al agua de cabeza y luego se fue sola a caminar por la orilla.


Me pareció muy sensual la determinación que tuvo. Katie fue caminando lento y se metió al rio dando pequeños pasos. Su cuerpo se iba sumergiendo de a poco y en su cara solo se veía sufrimiento.


Cuando llego a las caderas se quedo petrificada, el agua estaba tan fría que no se animaba a meter más que las piernas. Estuve a punto de darle un empujón pero esta vez reprimí el impulso.


Me di cuenta que la forma de meterse al rio puede decir mucho sobre cómo nos comportamos en la vida.

Un par de minutos más tarde volvió Harry con un palo que encontró en forma de tridente y lo colocó en la parte de arriba de mi castillo de arena junto con una flor. Me gustó que reconociera mi castillo como un castillo. Ella también es británica pero algo de español sabe porque su ex es argentino.


Leyó las inscripciones en la arena, se rió con Puto el que lee, pero no entendió Covid se la come, Rishi se la da. Intenté explicarle el significado en inglés pero me fue imposible.


Mientras buscaba las palabras recordé cuando Independiente salió campeón en 2002 y yo cantaba esa canción en la popular: "Ole le, Ola la, Boca se la come, Pusi se la da" ¿Habrá vivido ella alguna experiencia similar a la de ir a la cancha?


El sol de las diez y media ya era insoportable. Cuando volvimos para la ciudad las chicas insistieron en parar en un café para comer un postre israelí llamado “Hello to the queen” que según ellas es el mejor de Rishikesh. En Israel no hay "queen" y estando en Tel Aviv nunca escuché un postre parecido.


Más allá de eso el postre era realmente espectacular. Tenía una base de caramelo y estaba cubierto de oreo, crema, helado, almendras y otras porquerías. Después de comerlo no podía hacer otra cosa más que bañarme y dormir.


Cruzamos la puerta de nuestro alojamiento y Katie se paró al lado mío.


Me agitó el pelo, puso cara de descontenta y se ofreció para hacer algunos ajustes en mi cabeza. Me explicó que durante la cuarentena aprendió algunas técnicas de peluquería y que le gustaría practicar conmigo. Yo estaba convencido que era una farsa y lo que realmente quería era usar su tijera para clavármela en el cuello. Me sentó en una silla en el balcón principal, me puso una toalla en los hombros y empezó a mover la tijera. Me tranquilicé cuando vi que al piso solo caían pelos y no pedazos de mi oreja.


Mientras emprolijaba mi nuca empezó de a poco a contarme sobre su vida.


Me hablaba de su pasado, de su relación con los hombres, de su trabajo en UK, del yoga, de su familia, etc. Yo me dedicaba a escuchar atentamente y a repreguntar las cosas que no me quedaban claras de su relato. El tiempo pasaba, el pelo caía y la charla tomaba profundidad. Luego de un rato ya no había nada más que ajustar en mi pelo, pero ella seguía moviendo la tijera cortando milímetros de pelo solo para seguir revelando intimidades de su vida.


Por momentos cuando hablaba de algo importante se paraba delante mío y podía ver que sus ojos celestes se ponían vidriosos. Yo no quería que mi pelo quede corto, pero me sentía agradecido por ser el receptor de sus secretos y no fui capaz de frenarle el carro. Ella se sentía a gusto hablando conmigo. Lo único que detuvo la sesión fue la oscuridad de la noche.



Habrán pasado dos horas. Soltó la tijera, me llevo al espejo y luego de confirmar que yo estaba conforme con el corte de pelo, me dió un abrazo de oso como si fuéramos amigos de toda la vida. Ese contacto físico entre nuestros cuerpo duro solo unos segundos pero fue un momento de conexión bien especial. Los momentos mágicos de la vida son eso, solo momentos.


Cuando me soltó, yo estaba en shock. No me esperaba que la chica arrogante se desnude emocionalmente delante mío de forma tan abrupta.


Llegue a mi habitación con la panza revuelta, es imposible ser inmune a los sentimientos de otras personas.


Estoy cargado de energía y me gustaría llorar para liberar el nudo que tengo en el estomago pero no me sale. Soy malísimo para llorar.


Algunas personas tienen habilidad para dejar fluir el llanto. Yo soy hábil para retenerlo.

Voy al espejo de mi habitación y me observo en detalle, me asusto al ver mi cabeza con tan poco pelo. Me convenzo que "es solo pelo" y que "va a volver a crecer". Me pongo los auriculares. Agarro el cuaderno y empiezo a vomitar este post sin frenar para editar lo que sale de mi birome.


Estaba el diablo mal parado en la esquina de mi barrio, ahi donde dobla el viento y se cruzan los atajos...


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